Mis dos Rogelios...,por María Susana Zubía

           
                                          Creo que nos conocimos en las panzas de nuestras mamás, no recuerdo un principio en nuestra amistad, nació con nosotros. De quien les voy a contar ahora es, de mi primer amigo, Rogelio Cisneros. 
Lo recuerdo como un niño de baja estatura, pelo cortito y negro, cachetes muy pellizcables y sonrojados por el calor, ya que nunca se quedaba quieto. Sus ojos tenían el color de la Coca-Cola y también su dulzura, pero su mirada era pícara y traviesa. 
¡Cómo olvidar cuando abría la puerta de casa, apenas lo suficiente para asomar su cabeza, y pronunciar las palabras mágicas: “¿Querés salir a jugar?”! Y así empezaban nuestras aventuras. Nos convertíamos en grandes exploradores, al mejor estilo Indiana Jones, en el fondo del club Independiente; o nuestra bicicletas eran naves espaciales que, con solo una vuelta de la manzana, era como recorrer un planeta desconocido. Éramos el gran Leon-O y Chitara “viendo más allá de lo evidente” con su Espada del Augurio. 
Jugábamos mucho, todo el día hasta la noche, no importaba ni el frío ni el calor, nuestro juego solo se cortaba con el llamado de: “¡a comer!” de nuestras madres. 
Recuerdo con gracia cuando vino feliz a contarme que había empezado a practicar básquet: -“¡Pipi voy a ser más alto!” También era muy divertido cuando le agarraba frio o hambre y se comunicaba mediante gritos con su mamá y desde la ventana Mirta tiraba un buzo o un pedazo de pan. La casa de los Cisneros estaba bien en frente de la mía, tenían en planta baja la peluquería de Carlitos y arriba la casa familiar. ¡Qué chico del barrio no esperó debajo de esa ventana que cayera un pedazo de pan! 
El papá de Roge se enfermó y la peluquería ya no funcionaba tan bien, así que decidieron irse a vivir a Mar del Plata. Ese día fuimos a la escuela juntos como siempre, pero él solo iba un rato a despedirse de sus compañeros. Estábamos a principio de cuarto grado y la maestra había preparado un pic-nic para despedirlo, todos lo abrazaron y a algunas niñas se les escaparon unas lágrimas. A mí no, me las aguanté. 
Ni si quiera salieron cuando lo vi agarrar de la mano a su hermanita Yanel y partir por el largo pasillo de la Escuela 1, hacia la salida. 
Mis lágrimas afloraron cuando en la clase de catecismo tomaron asistencia y lo nombraron. En ese momento sentí la responsabilidad y obligación de informar que no iba a concurrir más porque se había ido del pueblo. Y ahí lloré y no paré. Llegué a casa llorando y ni la alegría de la instalación del tan esperado teléfono fijo me consoló.
Solo los abrazos de mama me calmaban un poco. 
Nunca más lo volví a ver. 
Muchos años después, ya adulta y viviendo en La Plata, paseando por Plaza Italia en la época que, además de los clásicos artesanos, había oferta de todo tipo de cachorritos. Y uno me enamoró y, traicionando a todos mis principios, lo compré. 
Mi primer perrito, hermoso, pelo largo y claro como el café con leche, chiquito y pata corta, juguetón e inquieto, y esos ojos que se volvían a repetir: con el color y la dulzura de la Coca-Cola, pero con una mirada picara y traviesa. El nombre perfecto para él: Rogelio. 
El Roge canino también fue mi gran amigo, disfrutábamos largas caminatas en el bosque platense o por las bellas plazas de la Ciudad de las diagonales. Cualquier charco de agua, fuente o lago, para él era puro disfrute. 
Ni hablar en las vacaciones de verano, ¡se creía el dueño de la playa! Era un espectáculo verlo bajar corriendo hasta el mar para apoyar su panza en la fresca orillita, donde el movimiento de su cola y sus ladridos denotaban felicidad. 
Cada vez que me alcanzaba su correa o algún chiche me transmitía con su mirada aquella inolvidable frase: “¿Querés salir a jugar?”. 
A su cumple número cuatro lo festejamos en Sanca. Volví a vivir al pueblo después de 14 años, feliz ya que estaba agobiada de la vida citadina. El Roge también porque acá podía ser más libre, no necesitaba la correa para pasear. 
A mi amigo perruno también me tocó despedirlo pronto.
Una fría noche de principios de septiembre, en uno de sus paseos nocturnos, un auto lo atropelló. Fue inesperado y muy triste. Lo despedimos con mucho dolor y como lo que fue, uno más de nuestra familia. 
El nombre Rogelio para mi es amor, amistad y alegría.
Invocarlo llena mi corazón de felices recuerdos y una enseñanza: la vida compartida con una mascota y con amigos es mucho más bella.
                                                  
                                                               María Susana Zubía





María Susana, Pipi, como le decimos a mi querida sobrina, es sancayetanense, Odontóloga de la U.N.L.P., ahora reside en Tres Arroyos donde formó su propia familia con Damián, y tuvieron a la bella Francisca que va camino a los dos años de vida...

Comentarios

  1. Me emocioné Pipi con tu bello relato, conocí a dos Rogelios... y sé cuanto los amó tu noble corazón....y me alegra que esos dos amores, además de haberlos disfrutado, te dejaran un enseñanza de vida...

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  2. Gracias por invitarme tía, si no insistía no me hubiera animado, me encantó porque revivi recuerdos hermosos moentras escribia. Gracias siempre por alentarme a cosas nuevas!

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  3. Que bello, el relato de Rogelio canino me llevo a mi Raimundo, amores irremplazable!!!

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  4. Un verdadero canto a la amistad, emocionante, muy humano...¡me encantó!

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  5. Me hiciste revivir esa infancia hermosa jugando "en el fondo" como le decíamos. Divino tu relato 😘

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  6. Ayy Pipina!!! Cuantos recuerdos lindos y entrañables!!Viajé en todo tu relato!!Estaba ahí de espectadora , como viendo detras de un arbol !! Gracias por llevarme un rato a esos hermosisimos recuerdos, nuestra infancia!!!

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