Rituales compartidos, por Jorge Dip

                                 
            
                                  El sol se esfumó en esta tardecita de otoño acariciando las oxidadas vías del ferrocarril que solo perciben algo de vida cuando los pibes juegan en el terraplén.
 Alguna vez las transité cargado de palos para las chozas, soñando en ser futbolista o cantando alguna canción que les escuchaba a los mayores.
El frío hace tiritar la pared de madera de la casa, la parte que no ha sido bendecida aún por el ladrillo, pero se banca los vientos y heladas de manera estoica.
Estoy a punto de presenciar una ceremonia que se ha vuelto tan rutinaria como necesaria los últimos fines de semana. Seré testigo de un ritual gastronómico sin valorarlo demasiado, preocupado por la mirada de la chica que me gusta en el colegio, de los apuntes de historia, de mi discusión en la canchita de barrio con el boludo que no respetó el código de no gritar el gol desaforado en esta tarde donde no te salía una.
Se va a producir un milagro, la transformación de una serie de ingredientes en un manjar solicitado por una institución que organiza un evento y lo va a incluir en la oferta de su cantina a precios populares, o de un vecino que tiene que “quedar bien” en una cena, o de alguien que prefiere la comida casera y de paso colabora con una mujer que se desloma laburando todo el día, pero fin de mes le queda un tanto lejos.
Uno a uno aparecen los elementos que son los protagonistas: la harina bien blanca, de los trigos sancayetanenses, con fuerza, maleable y “una belleza”, como diría mi madre; la carne picada, cebolla, morrón, y un sutil toque de comino ya desprenden sus jugos en una olla que no se utiliza más que para hacer este picadillo, corazón de la receta.
Las manos robustas de mi vieja se hunden para tomar la masa, acariciándola, silbando un tanguito, mientras me pregunta si no le pongo una astilla más al hogar de leña que reina en el pequeño living y entibia el ambiente. “Esa temperatura ayuda a la masa”, me dice. Le creo, por supuesto. Porque es mi vieja y porque cocina de puta madre. Me costó entender como, con los ojos chispeantes, se deslizaba de la mesa a la hornalla para revolver la carne, volvía a estirar la masa, se tomaba un mate que yo preparaba sin mucho entusiasmo, se desgarraba la garganta poniendo letra a una zamba dolorosa que le removía un recuerdo adolescente.
De vez en cuando me daba una tarea, cortar aceitunas sacándole el carozo, no porque ella no pudiera hacerlo, sino para que me sintiera parte de ese instante en que el cliente retiraba el producto, llena de orgullo dijera: “Jorge me ayudó un montón”, guiñándome el ojo por que ambos sabíamos que era una exageración, y una tierna manera de sentirse acompañada.
Una vez cortados los discos, depositaba una cantidad exacta de relleno, las aceitunas, el huevo y las pasas de uva de manera individual. La técnica era una lección de justicia, porque cada una de las empanadas tenía las dosis justa de cada ingrediente, para que cada comensal no se frustrara al ausentarse uno de los sabores.
Las cerraba de manera muy prolija, haciendo siempre el mismo cuento una y otra vez: “hay mucha gente a los que el repulgue no les gusta, no lo comen. El doctor Hendriksen siempre se lo sacaba y me decía, perdoname gordita”. Dependiendo de mi humor, aceptaba el comentario como si fuera la primera vez, le preguntaba más detalles, o le decía que ya me lo había dicho mil veces.
Luego de la fritura, donde su concentración llegaba a ser vital para lograr el punto perfecto de cocción, se enfriaban un poco, las colocaba en una caja o recipiente que los compradores le habían acercado previamente.
Ahí no terminaba la tarea. Faltaban freír los recortes de la masa, porque no se tiraban, luego eran el acompañamiento para los amargos con mi hermano de la vida José, o un compañero del colegio.
Y a limpiar todo antes de irse a otros trabajos, a dar batalla a los quilombos de la vida o descansar un poco.
Nunca me detuve a tomar el tiempo que llevaba esa tarea que me quedó grabada en el corazón, en el aroma que desprendía esa carne mezclada con condimentos de manera precisa, en la textura de la masa que solía cortar, en el color brillante de la empanada recién salida de la olla, en la música de la fritura y en la inolvidable sensación en el paladar que me dejaban las empanadas de carne de Carmen, mi vieja.

                                                                       Jorge Dip


Jorge es Locutor Nacional, Conductor y Productor periodístico en Noticiero  " 8400" y "Con sabor a Turismo" en CCTV Canal 2 de San Cayetano. Cofundador y Director de Contenidos de los sitios Web  Caynet (www.caynet.com.ar) Portal de Noticias y Producto Local(www.productolocal.com) relacionado a la difusión de productos regionales.

Comentarios

  1. Maravilloso Jorge, con el amor con que compartías esos rituales que anidaron para siempre en tu corazón....

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  2. Hermosa persona Carmen! La he encontrato muchas veces así, en su casa con las manos en la masa o cuando llevaba al almacén esas ricas bandejas. Gran persona ❤ siempre simpática y amable.

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  3. Era un gran persona y gran cocinera, los pasteles un ricura!! Cuando vos eras chico pasaban los dos de la mano y llevaba siempre su bolsa para las compras!!!

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  4. hermosa persona Carmen....!!!!!!!!!!!!…,fue mi alumna de primaria, en la Escuela nro 701...aplicada, calladita, muy buena compañera!!!!!!!!!!….

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  5. Este es el relato que màs me puso en clima. Una forma de escribir intima y sencilla que me encantò. La cocina es el lugar que nos cobija, nos forma, y que màs recordamos, por lo general. Felicitaciones!

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  6. Que hermoso recuerdo Jorge,conoci a tu mamá curo el empacho de mis hijos.Bella persona inolvidable.Me encanto tu relato.

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  7. Respuestas
    1. La conocí a Carmen y un día los chicos de Básico buscaban una señora para llevar a trabajar a el balneario y se la recomendé a Bernardo y quede muy bien con ellos iso la temporada en el parador siempre con esa sonrisa

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