MANTUA, MANTEGNA y LUCIANA , por Eduardo Parino


“Oh anima cortese mantoana 
di cui nel mondo ancor la fama dura 
e durerà quant` l mondo lontana” 
Dante Alighieri, la Divina Comedia. 



Siendo adolescente me obsequiaron una publicación turística que contenía una increíble producción fotográfica de la ciudad de Mantua, realizada con todo el diseño y el sentido estético que los peninsulares son capaces (entenderán a qué me refiero). Desde ese momento se transformó en un lugar de culto, un destino que no podía permitirme no conocer. Claro que en aquel entonces era una utopía más, casi tan inalcanzable como la Luna. Mis primeras visitas a Italia transcurrieron a lo largo de los circuitos más frecuentados, pero habiendo pasado casi cuarenta años me propuse no dejar incumplida esa asignatura pendiente. 
Luego que terminaran los trabajos de restauración en el Castillo de San Jorge para reparar los daños producidos por el terremoto del 2012, programé mi periplo, porque no era cuestión de ir y no visitar la notable Camera degli sposi de Andrea Mantegna. La célebre Camera no es una habitación nupcial, como el nombre haría suponer, sino una sala de recibimiento del marqués Ludovico Gonzaga, en una de cuyas paredes Mantegna representó a toda la familia gobernante con varios cortesanos, pintó además un óculo en la bóveda que cubre el salón a través del cual parece verse el cielo y una serie de personajes que se asoman a través de una balaustrada. Una obra maestra del Quattrocento italiano. 
Buscando un alojamiento en Internet, a falta de mejores opciones, di con un B & B (bed and breakfast) en una residencia muy señorial, no lejos de la estación, que ofrecía sólo 3 habitaciones para huéspedes. Los comentarios elogiosos de quienes me habían precedido me decidieron a tomar una de ellas. Si bien las fotografías en la red daban cuenta de estancias arregladas con todo detalle, confieso que no podía ocultar cierta ansiedad por ver qué cosa había reservado. 
Cuando toqué el portero eléctrico poco después del mediodía, me recibió una mujer de setenta y tantos años, de cabello blanco, se presentó como Luciana, la dueña del lugar y nuestra anfitriona y nos condujo a través de una escalera de mármol de Verona hacia el primer piso, el piano nobile. La primera sala estaba iluminada por una inmensa araña de cristal que pendía de un techo abovedado todo afrescado y con un inmenso hogar de piedra, la ausencia de muebles reforzaba la monumentalidad del espacio. Luego de atravesar un portal se abrían otras dos salas de estar, con grandes sillones y libros, tan impresionantes como la primera y se accedía al corredor que conducía a la habitación. El conjunto lucía tan espectacular que dejaba boquiabierto a cualquiera. Luciana nos dejó las llaves del portón de madera de aspecto medieval que hacía las veces de ingreso a la propiedad, no sin antes preguntarnos la hora en que habitualmente desayunábamos y si preferíamos algo en especial. 
Fue durante el desayuno, la mañana siguiente, que conocí a su hijo Claudio, un cuarentón divorciado de pelo entrecano, de profesión contador, que ayudaba a su madre en el emprendimiento. Luciana sirvió todo tipo de delicatesen preparadas por ella misma y ofrecidas con exquisita cortesía. Su voz era suave y armoniosa y su hablar cálido. Su gestualidad, para nada afectada se expresaba en una pose natural y serena. Irradiaba una aristocrática finura, y al mismo tiempo, una gran sencillez que convocaba a la conversación. Sentí la curiosidad de saber si era mantovana. Me respondió que no, pero que vivía allí hacía tantas décadas que era como si lo fuese. Quise saber un poco más de su historia. Nos contó que había nacido en un pueblo vecino a Reggio nell` Emilia, que la familia se había trasladado a Abisinia, África, donde habían vivido hasta que comenzó la guerra, retornando a Italia, más específicamente a Bolzano, en el Alto Adige, donde su padre vendía maderas para la construcción. Que se había casado con un médico de Mantua, quien había adquirido esa residencia, erigida hacia 1480 y sometida a múltiples refacciones a lo largo del tiempo. A principios de los 60, Italia transitaba un prolongado período de bonanza económica y la ciudad contaba con una pequeña burguesía deseosa de imitar a la de los grandes centros. Junto a una prima que residía allí, decidieron, aprovechando ese ambiente palaciego, organizar desfiles de moda. Así, viajaban a París, veían las nuevas colecciones y traían las novedades. Esos arrebatos de independencia femenina obviamente, desencadenaron furibundas discusiones con su cónyuge, en una época en que las señoras, se suponía, debían dedicarse a las tareas hogareñas y dejar a los hombres los emprendimientos comerciales. Su señorío y distinción, encontraban desahogo también en el arte. Nos mostró sus carpetas llenas de diseños de capiteles, ánforas, frisos, guardas decorativas, realizadas con gran esmero y detalle. Comprendí que esa actitud de acoger al otro y hacerlo sentir como en casa, no era marketing hotelero, era expresión de un modo de vida, una forma de ser que siempre la había acompañado. Un alma noble y generosa que encontraba traducción en el recibimiento gentil y el trato afable. 
La famosa Camera de Mantegna, no me conmovió como esperaba, el paso de los siglos afectó el brillo de sus pigmentos que hoy lucen apagados y sin vida, pero disfruté del magnífico Palazzo Te que Federico II Gonzaga mandó construir para halagar a su amante, de la monumental basílica de Sant` Andrea, de los mármoles azulados de la capilla de la Addolorata (Dolorosa) en el Duomo, del fantástico perfil de torres y cúpulas alzándose sobre el río Mincio…y de la incomparable hospitalidad de Luciana. 


Cuando partíamos, le pedí a Claudio que nos despidiera de su madre, retenida en la cocina mientras alistaba alguna de sus especialidades. Tras recorrer escasos metros por la calle empedrada arrastrando el equipaje hacia la estación, escuché la voz de Luciana detrás de mí, contrariada con su hijo por no avisarle de nuestra partida, quien venía a nuestro encuentro para augurarnos un buen viaje. 
                                                                           
                                                                    Eduardo Parino





Eduardo es sancayetanense radicado en Ciudad de Buenos Aires, médico, lector voraz, amante de la historia, del arte, de la ópera y la cocina italianas, y de las cosas bellas en general...



Comentarios

  1. Eduardo, tu texto me ha maravillado, me has hecho partícipe de tus vivencias con la riqueza de tu relato y con tu capacidad de observar y disfrutar, no sólo de lo visible, sino también de aquello intangible que nos queda con el trato con seres humanos admirables ...me encantó... Gracias por compartirlo!!!

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  2. Que impecable relato! Una increible muestra de sabiduría y sueño cumplido....Felicitaciones Ediardo!!!

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  3. Qué belleza de artículo!!! MA-RA-VI-LLO-SO!

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  4. Viajar y encontrarse con gente que hace sentir como en casa, mientras se disfruta de la bella Italia...

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